El desastre del 98 es el nombre con el que se denomina la pérdida por parte de España de sus últimos territorios en Asia y América, tras ser contundentemente derrotada, en el año 1898, por una potencia emergente, y con ganas de expandirse internacionalmente, como era los Estados Unidos de América. La humillante derrota causó en España un gran descontento y dio lugar a la aparición de una visión cultural muy crítica con la política y la sociedad del país. Por desgracia, los territorios que buscaban independizarse de España y que fueron “liberados” por EE. UU. no llegaron a alcanzar la libertad, sino que, en la práctica, tan solo cambiaron un amo por otro.
1 – El origen del conflicto: la Guerra de Independencia de Cuba.
A finales del siglo XIX, Cuba y Puerto Rico eran los últimos territorios coloniales españoles en América, y los únicos en dónde no habían triunfado los movimientos independentistas de comienzos de siglo. Estos territorios caribeños tenían en la época una prospera economía, basada principalmente en la exportación de azúcar de caña y tabaco. Productos cultivados en grandes plantaciones en las que se empleaba como mano de obra a esclavos afroamericanos. En teoría, la combinación de mano de obra barata, y una gran demanda de productos, hacían que el negocio de exportación, sobre todo de azúcar, fuera sumamente lucrativo. En la práctica, sin embargo, la compra de esclavos era costosa y, por otro lado, la burguesía criolla que poseía plantaciones se veía perjudicada por la política fiscal y arancelaria que ejercía España, viéndose obligada a importar productos como harina o textiles producidos en la metrópoli (más caros que los producidos en países cercanos como Estados Unidos), y a pagar gravosos impuestos por sus exportaciones. Además de los problemas económicos, los cubanos se sentían agraviados por España por frustrar sus aspiraciones políticas autonomistas y, socialmente, existía una gran desigualdad, agravada por la esclavitud, que impedía los avances tecnológicos o la contratación de mano de obra cualificada en las plantaciones. Para todos estos sectores que se sentían perjudicados por la anticuada política colonial española solo había un camino a seguir: la Independencia. En este camino, los independentistas cubanos no estarán solos; contarán con el apoyo creciente del principal país consumidor de las exportaciones cubanas: Estados Unidos.
Entre 1868 y 1878 se produjo la primera guerra de independencia cubana, conocida como “Guerra de los Diez Años”, un cruento conflicto que, gracias a las disensiones en el bando independentista entre esclavistas y abolicionistas, y a una contundente represión militar, se saldó con la victoria española y la firma de un acuerdo conocido como Paz de El Zanjón (10 de febrero de 1878). En dicho acuerdo, España realizaba algunas pequeñas concesiones, que no satisficieron a los independentistas. Con objeto de paliar el creciente malestar en la isla, en 1880 España abolió la esclavitud, a modo de concesión, pero quizás era ya demasiado tarde. Las exportaciones de azúcar a EE. UU. habían aumentado hasta un 95% y, con ello, los intereses económicos de importantes comerciantes y políticos norteamericanos en la isla, que presionaban para que su gobierno llevara a la practica la célebre doctrina Monroe: “América para los americanos” y desalojara a los españoles de lo que consideraban su “patio trasero”.
En 1892 los Estados Unidos también comenzaron a implicarse en Filipinas, apoyando, desde el enclave colonial británico de Hong Kong, la creación del movimiento independentista Katipunan, dirigido por el joven Andrés Bonifacio (1863-1897) y posteriormente por Emilio Aguinaldo (1869-1964). Cuatro años después, en 1896, este movimiento comenzará un levantamiento armado contra las autoridades españolas.
Volviendo con Cuba, en abril de 1895 comenzó una nueva insurrección independentista, financiada por EE. UU., y encabezada por el célebre poeta y pensador José Martí (1853-1895) y por los generales cubanos Máximo Gómez (1836-1905) y Antonio Maceo (1845-1896). Al mismo tiempo, en Puerto Rico también se reavivó un conflicto independentista de bastante menor calado, que se resolvió en 1897 con la otorgación, por parte de España, de una amplia autonomía para la isla. Así pues, dejando a un lado Filipinas, era en Cuba donde el gobierno español tenía mayores problemas para ejercer su control.
Pese a que los independentistas cubanos consiguieron controlar en un principio la zona oriental de la isla, el Reino de España no estaba dispuesto a perder un territorio tan valioso y apreciado y reaccionó con contundencia, consiguiendo mantener la zona occidental. Posteriormente, a partir de febrero de 1896, el gobierno español, encabezado por Cánovas del Castillo(1828-1897), nombra al general Valeriano Weyler (1838-1930), como nuevo Capitán General de Cuba, reemplazando al general Martínez Campos (1831-1900), acusado de ser demasiado blando con los rebeldes. El general Weyler realizó una devastadora campaña contra las guerrillas rebeldes, construyendo una línea de fortificaciones para aislarlos en el oriente de la isla, y llegando al extremo de ordenar la relocalización de la población rural en campos de concentración, con objeto de evitar que abastecieran y ayudaran a los independentistas, lo cual provocó una gran pérdida de vidas civiles (fue un triste precedente de los métodos usados posteriormente en la Segunda Guerra Mundial y en Vietnam) y causó el repudio internacional, sobre todo en EE. UU., en donde la prensa sensacionalista exageró enormemente el tema realizando una denigrante campaña propagandística contra los españoles (sin acordarse de los métodos recientemente empleados por sus propios soldados contra los indígenas norteamericanos). Pese a la dureza de Weyler, a la movilización masiva de reclutas españoles, y a la perdida de sus principales líderes, Martí y Maceo, la resistencia de los independentistas continuó.
Por su parte, Estados Unidos realizó una presión continua sobre España tratando de mediar en el conflicto y ofreciéndose a comprar la isla, algo que para el gobierno español era un insulto contra su honor. Cánovas del Castillo estaba dispuesto a defender Cuba “hasta el último hombre y la última peseta”, pero su asesinato, el 8 de agosto de 1897, cambiaría los acontecimientos. El nuevo gobierno, de Práxedes Sagasta (1825-1903) decidió cambiar de estrategia y buscar un acercamiento con los rebeldes, ofreciéndoles una amplia autonomía y reemplazando al duro general Weyler por el general Ramón Blanco (1833-1906), que tenía experiencia en la pacificación de Filipinas.
Sin embargo, este cambio de rumbo llegaba ya demasiado tarde, pues Estados Unidos decidió involucrarse directamente en la contienda. El 15 de febrero de 1898, el acorazado USS Maine, enviado a la Habana, para proteger los intereses de los ciudadanos norteamericanos en Cuba, explotó y se hundió rápidamente, pereciendo 261 de sus 355 tripulantes. El gobierno estadounidense acusó a España de haber empleado una mina para la destrucción de la nave, algo completamente falso, ya que la explosión fue interna y producto de la ignición accidental del compartimento de munición del buque (la Santa Bárbara). Mientras se investigaban los hechos, la prensa norteamericana presionaba a su gobierno para que realizara una intervención militar. Finalmente, el presidente William McKinley (1843-1901) optó por dar un ultimátum al gobierno de España, exigiéndole que renunciara a su soberanía sobre Cuba. Obviamente, el gobierno se negó a este chantaje y el 25 de abril de 1898, los Estados Unidos declararon la guerra a España.
2 – La Guerra contra Estados Unidos:
Pese a que la guerra oficialmente era una respuesta al hundimiento del Maine, en realidad los Estados Unidos, por aquel entonces un país de 74 millones de habitantes y una de las principales potencias industriales del Mundo, llevaban tiempo preparándose para el conflicto, entrenando a su flota y adiestrando a sus soldados en los meses previos. Por el contrario España, que a lo largo del siglo XIX había sufrido continuas debacles, era una potencia de segunda fila, habitada por unos 18 millones de personas, con una flota obsoleta y un ejército compuesto de reclutas pobres, que en absoluto estaban preparados por un conflicto a gran escala. Ante esta desigualdad el resultado de la contienda estaba claro: la derrota. Pero el cariz de esta fue tan absoluto y humillante que marcará el país durante las siguientes generaciones.
El 1 de mayo de 1898, la flota norteamericana del comodoro Dewey, basada en Hong Kong, y compuesta por cuatro cruceros acorazados: Olympia, Raleigh, Boston y Concord, y un cañonero, el Petrel, se enfrentó a la escuadra española destinada en Filipinas , comandada por el almirante Patricio Montojo y Pasarón (1839-1917) y compuesta por un crucero acorazado, el Reina Cristina, un crucero con casco de madera, el Castilla y cuatro cruceros de segunda clase en bastante mal estado: Don Antonio de Ulloa, Don Juan de Austria, Isla de Cuba, e Isla de Luzón, en la conocida como Batalla de Cavite. En el desigual combate, los cañones de tiro rápido de los cruceros estadounidenses destrozaron a la escuadra española, agrupada en el puerto. Pese a sufrir graves daños, y con sus principales oficiales muertos y heridos, la escuadra española combatió hasta que la escuadra enemiga abandonó el combate para reaprovisionarse de munición. Cuando el comodoro Dewey retornó al combate descubrió que los barcos españoles estaban destruidos o varados abandonados e incendiados tras sufrir graves daños. Por su inoperancia en el combate, el almirante Montojo fue condenado por un Consejo de Guerra, siendo expulsado de la Real Armada Española y encarcelado durante algún tiempo (posteriormente, consiguió rehabilitarse, aludiendo en su defensa a la disparidad entre ambas flotas). La pérdida de la flota condenó a Filipinas, cuya guarnición ya no podría ser reforzada, y al resto de posesiones españolas en la zona.
Mientras España perdía la escuadra del Pacifico, en el Caribe los norteamericanos dedicaron sus principales esfuerzos a bloquear con su flota Cuba y Puerto Rico y a realizar desembarcos con objeto de apoyar con sus tropas a los rebeldes cubanos. El 24 de julio, los soldados españoles, comandados por el brigadier general Antero Rubí Homent (1851-1935), derrotaron en la Batalla de Las Guásimas a un contingente de soldados norteamericanos, comandado por un antiguo oficial confederado, el general Joseph Wheeler (1836-1906), y compuesto por el 10º regimiento de caballería (los afroamericanos conocidos como Buffalo Soldiers) y el 1º regimiento de caballería, (los famosos Rough Riders de Theodore Roosevelt). Este contingente, parte de la 1ª División de Caballería, conformaba la avanzadilla del 5º Cuerpo de Ejército, que al mando del mayor general William R. Shafter (1835-1906), había logrado desembarcar y establecer su base en la localidad costera de Siboney.
Los españoles, un conjunto de compañías de guarnición que se estaban retirando hacían Santiago de Cuba, para evitar ser aislados, decidieron emprender una acción de retaguardia para detener el avance enemigo. Atrincherados entre la maleza y armados con el célebre fusil Máuser 1893, que, a diferencia del fusil Remington enemigo, no emitía humo al disparar, consiguieron rechazar a los norteamericanos sin que estos supieran muy bien desde donde les estaban disparando, causándoles 17 muertos y 52 heridos por tan solo la pérdida de 7 hombres muertos y otros tantos heridos. Tras el combate, los españoles continuaron su retirada hacía Santiago, siendo interpretado este hecho por la prensa amarillista norteamericana como una especie de desbandada, y no dudaron en proclamar la victoria de los suyos, pese a ser mentira.
A este primer éxito, los españoles conseguirían, el 30 de junio, imponerse en otras dos escaramuzas, en este caso navales, como las de la bahía de Tayacoba, y la Batalla de Manzanillo. Aunque sus mayores éxitos serían terrestres: el 1 de julio, el 5º Cuerpo de Ejército Estadounidense comenzó su ofensiva contra Santiago de Cuba. La 2ª División Norteamericana, compuesta por 6.653 hombres comandados por el brigadier general Henry W. Lawton (1843-1899), avanzó sobre la posición de El Caney, defendida por un batallón español compuesto por 527 hombres, comandados por el general Joaquín Vara de Rey, el cual, dando muestra de gran heroísmo, y pese a la enorme inferioridad numérica, consiguió contener durante 12 horas al enemigo, hasta que cayó muerto, junto con dos de sus hijos, en lo que hoy se conoce como Batalla de El Caney, pero que en realidad es parte de la misma ofensiva contra Santiago de Cuba.
Mientras la mientras 2ª División atacaba infructuosamente El Caney, el grueso del contingente estadounidense: la 1ª División de Infantería, mandada por el general Jacob Ford Kent (1835-1918), y la 1ª División de Caballería de Wheeler, en conjunto 8.412 soldados, avanzó contra los Altos de San Juan.
Los altos, estratégicamente vitales para la defensa de la ciudad, contaban con un sistema de blocaos y trincheras, pero, estas últimas estaban mal construidas, con líneas de tiro inefectivas a corta distancia. Para defender la posición, el gobernador militar de Santiago: teniente general Arsenio Linares y Pombo (1848-1914), desplegó en los altos tan solo a un exiguo contingente de soldados: en una primera línea se situarían 521 hombres, comandados por el coronel José Vaquero, y apoyados por una batería de artillería de montaña, con dos cañones Krupp de 75mm, comandada por el coronel Salvador Díaz Ordóñez. En una segunda línea, se situaría el puesto de mando del teniente general Linares y un contingente de 411 soldados. El grueso de las fuerzas españolas, unos 4.300 hombres, entre soldados, marineros y voluntarios, permanecieron en la ciudad de Santiago. Una decisión que respondía a un exceso de cautela, ineptitud e indecisión, por parte del teniente general Linares.
Pese a todo, los escasos defensores de los altos consiguieron resistir durante casi todo el día, masacrando durante horas a los soldados norteamericanos con disparos de metralla, y rechazando sus cargas, hasta que, finalmente, estos consiguieron emplazar una batería de ametralladoras Gatling con las que pudieron proporcionar fuego de cobertura a sus tropas, acribillando las posiciones españolas y causando grandes bajes a sus defensores, entre ellos los oficiales al mando. La resistencia española comenzó a flaquear y los norteamericanos consiguieron finalmente tomar los altos tras una última carga. Curiosamente, no aprovecharon su victoria y, exhaustos por el combate, se detuvieron allí, permitiendo así, involuntariamente, que los supervivientes españoles consiguieran replegarse hasta sus líneas. Al anochecer, el capitán de navío Joaquín Bustamante y Quevedo, jefe de estado mayor de la escuadra naval española, trató de contraatacar con 100 hombres y retomar los altos, pero las ametralladoras Gatling, emplazadas en la posición, le obligaron a desistir tras causar varias bajas entre sus tropas, y, el mismo, acabar herir gravemente (tristemente, este bravo cántabro fallecería días después).
La Batalla de los Altos de San Juan se saldó con una victoria estadounidense, aunque el precio fue alto, la tenaz defensa española demostró a los norteamericanos que sus tácticas de asalto frontal, propias de la Guerra de Secesión, ya estaban desfasadas. Su exceso de confianza en la superioridad numérica costó a los estadounidenses un gran número de bajas: 239 muertos, 1.295 heridos y 79 desaparecidos, frente a unas perdidas españolas de 82 muertos, 170 heridos y 39 prisioneros.
Pese a sus victorias pírricas, los norteamericanos consiguieron su objetivo estratégico: poner bajo asedio Santiago. Y, poco después, el 3 de julio, sentenciaron la guerra, aniquilando a la flota española en la Batalla de Santiago de Cuba.
La escuadra española destinada para proteger Cuba, estaba comandada por el almirante Pascual Cervera (1839-1909), y se componía de tres cruceros protegidos (aunque por su blindaje, de 254-304 mm, se podían catalogar como cruceros acorazados): Infanta María Teresa, Almirante Oquendo, y Vizcaya, del crucero acorazado Cristóbal Colón (de reciente construcción y al que aún no se le habían instalado los dos cañones principales, de 254mm), y de los destructores Plutón, Furor, y Terror. La escuadra española era bastante moderna, los cruceros protegidos habían entrado en servicio en 1893-94, el Colón en 1897, y los destructores en 1896, pero tenía un problema grave: carecía de buques carboneros con los que repostar y solo podía abastecerse de carbón en puertos, lo que limitaba su movilidad. Esta circunstancia motivó al almirante Cervera a buscar abastecimiento en Santiago de Cuba, en lugar de en San Juan de Puerto Rico, un puerto mejor protegido por baterías costeras y a donde se le había ordenado, en principio, dirigirse. Solo el destructor Terror arribará a San Juan de Puerto Rico, para efectuar reparaciones, quedándose allí hasta el fin de la guerra.
Ya fuera por no contar con carbón suficiente, o por la torpeza de Cervera, el caso es que la escuadra española quedó bloqueada en Santiago por la más numerosa, y mejor armada y blindada, escuadra naval estadounidense (US Navy), que estaba comandada por el almirante William Thomas Sampson (1840-1902), y compuesta por los cruceros acorazados pesados: New York (buque insignia) y Brooklyn, por los acorazados: Indiana, Massachusetts, Iowa, Texas y Oregón, el crucero protegido New Orleans y los yates artillados Gloucester, Resolute y Vixen, y los torpederos Porter y Ericsson.
Así pues, como vemos, ante su clara inferioridad, la escuadra española no podía enfrentarse con el enemigo en un combate abierto y, estratégicamente, quedo inoperativa, anclada en Santiago, hasta que, una vez perdidos los altos de San Juan, el 1 de julio, la situación se volvió desesperada, ya que la flota quedaba a merced de la artillería de campaña enemiga. Ante esta situación, Cervera abogaba por desembarcar los cañones de las naves para sumarlos a la defensa de la plaza, a los marinos para hacerles combatir como infantería, y, tras eso, hundir su escuadra para bloquear el puerto y evitar que los barcos cayeran en manos enemigas. Sin embargo, el general en jefe, que recordemos era Ramón Blanco, y el propio gobierno de Madrid, le prohibieron ejercer tal cobarde y derrotista medida. Previamente, su jefe de estado mayor, Joaquín Bustamante (herido mortalmente en la Batalla de los Altos de San Juan), había sugerido un plan para romper el bloqueo mediante una salida nocturna, con los destructores en cabeza, lanzando torpedos para obligar a realizar maniobras evasivas a los enemigos y luego los cruceros partiendo en diferentes direcciones para evitar ser perseguidos. Sin embargo, el inepto de Cervera decidió realizar una salida diurna del puerto, con los cruceros en cabeza, para enfrentarse a la escuadra estadounidense.
Al amanecer del 3 de julio la escuadra española, encabezada por el almirante Cervera en su buque insignia, el crucero Infanta María Teresa comenzó a salir del puerto de Santiago. Curiosamente, en ese momento una parte de la flota norteamericana, no estaba presente; algunas unidades habían sido redesplegadas o había partido para reabastecerse de carbón y el propio almirante Sampson que había partido con su buque insignia para conferenciar con el mayor general Shafter, al mando de las fuerzas terrestres. Por ello, el comodoro Schley, comandante del Brooklyn, se encontraba al mando temporal del resto de la escuadra, compuesta por los acorazados Texas, Oregón, Iowa e Indiana y los yates artillados Vixen y Gloucester.
Cuando el comodoro Schley observó al Infanta María Teresa salir del puerto a toda máquina, pensó que su intención era embestir su propia nave, la más cercana al puerto, por ello ordenó al Brooklyn maniobrar para evadirlo. Tras darse cuenta de la intención real de los españoles era escapar, Schley, presa de los nervios, ordenó a su nave volver a su posición, una maniobra que casi lo hace impactar contra su propio acorazado Texas. Finalmente, los norteamericanos consiguieron formar su línea de batalla con la que cañonearon implacablemente al Infanta María Teresa. Envuelto en llamas, el moribundo buque se desplazó hasta la orilla para encallar y tratar así de salvar a su tripulación. Mientras el enemigo se ceba con el buque insignia de Cervera, los cruceros Vizcaya y Cristóbal Colón fueron los siguientes en salir, el Vizcaya recibió algunos impactos que lo dañaron y acabó encallando en las rocas de la costa de Aserradero, cerca de Santiago. El Cristóbal Colón consiguió alejarse, aunque, dada la mala calidad del carbón aprovisionado, no consiguió alcanzar la velocidad necesaria para escapar y posteriormente fue cazado por el Oregón. Sin armamento con el que combatir, su capitán decidió hundirlo en la desembocadura del río Turquino, a 90 km de Santiago. El cuarto crucero español en salir, el Almirante Oquendo, fue acribillado también por la escuadra enemiga, siendo alcanzado en su caldera, lo que le privó de movilidad. Sin ninguna opción, acabó hundiéndose en la costa cercana. Por último, los dos destructores españoles: Furor y Plutón, fueron aniquilados por los disparos enemigos en cuanto asomaron por el puerto, hundiéndose en poco tiempo. La desigual batalla acabó con toda la flota española destruida, y un saldo de 371 muertos, 151 heridos y 1.670 prisioneros, frente a unas pérdidas estadounidenses de tan solo un muerto y dos heridos. Entre los prisioneros se encontraba el propio almirante Cervera, que tras la guerra fue sometido a un procedimiento judicial por su actitud en el combate. Sin embargo, su cargo de senador y sus contactos políticos facilitaron que la causa fuera sobreseída. Años después de su muerte su figura fue reivindicada y su cadáver fue trasladado al Panteón de Marinos Ilustres, en San Fernando, Cádiz. Además, en su honor se bautizó el crucero ligero Almirante Cervera (botado en 1925), que participará en la Guerra Civil Española.
La humillante derrota de la Batalla Naval de Santiago de Cuba hizo imposible para España continuar la guerra. Sin flota, los soldados de tierra quedaban privados de apoyo, suministros, ect…Pero, pese a todo, y mientras los políticos se preparaban para poner fin a la contienda, las batallas continuaron durante algún tiempo. Tras varias semanas de asedio e incesante fuego artillero enemigo, Santiago acabó rindiéndose el 16 de julio. Poco después, el 23 de julio los soldados españoles consiguieron rechazar un desembarco enemigo en las cercanías de la Habana, en lo que se conoce por Batalla de Mani-Mani. Dos días después los norteamericanos desembarcaban en Puerto Rico, iniciando la campaña terrestre que les dará el control de la isla. En agosto se llegó a un armisticio que se consolidará en con un tratado de paz definitivo firmado en París.
España sufrió a causa del conflicto total (1895-1898) la pérdida de 44.389 hombres: 2.032 caídos en combate, 1.069 a causa de las heridas recibidas, y el resto, 41.288, muertos a causa de enfermedades tropicales (paludismo y fiebre amarilla). Los Estados Unidos sufrieron 5.788 muertos, (sin contar los muertos del USS Maine), 385 caídos en combate y el resto a causa de enfermedades tropicales. Por otro lado, fue el pueblo cubano quien sufrió más perdidas, con 4.357 caídos en combates y unas bajas civiles estimadas entre 150.000 y 200.000 personas (principalmente por el hambre y las enfermedades fruto de las malas condiciones higiénicas de los campos de concentración de Weyler).
3 – El Tratado de Paz de París y las consecuencias del conflicto:
El 10 de diciembre de 1898 se firmó en París el tratado de paz entre España y EE. UU. Mediante dicho tratado, España reconocía la independencia de Cuba y cedía las posesiones de Puerto Rico, Filipinas, y la isla de Guam a Estados Unidos. A cambio, recibió una compensación de 20 millones de dólares de la época. Además, y por temor a otro conflicto, España acabó vendiendo a Alemania el resto de sus pequeñas posesiones en el Pacífico: las Islas Marianas, Palaos y las islas Carolinas, por 17 millones de marcos alemanes.
Por otro lado, lo que pasó a la Historia como “Desastre del 98”, generó en España una sensación de humillación y derrota que marcará profundamente a las siguientes generaciones. La derrota puso al descubierto súbitamente las grandes carencias del régimen político de la Restauración (llamado así porque reinstauró la monarquía, tras la Primera República Española) y su incapacidad para enfrentar los graves problemas sociales que atenazaban el país. La necesidad de modernización y democratización del país se convirtió en un clamor progresivo que finalmente conseguirá triunfar en 1831, con la implantación de la Segunda República (1831-1839). En el campo político-militar, la pérdida de las colonias en América y Asia generará que los esfuerzos colonialistas españoles se concentren en África, estableciendo un protectorado sobre el Norte de Marruecos que dará lugar a nuevas y sangrientas guerras. Por último, cabe mencionar que, para mitigar el desastre, se dio una gran relevancia propagandística a los Últimos de Filipinas, el destacamento español aislado que resistió en el pueblecito de Baler durante un año.
Cambiando de área, para Cuba la teórica independencia se convirtió en la práctica en un protectorado de facto por parte de EE. UU., que, mediante la Enmienda Platt se arrogó el derecho de intervenir en la isla cuando considerara necesario. Lo cual hicieron, en 1906, para defender sus intereses y asentar en el poder al primer presidente cubano: Tomás Estrada Palma (1835-1908). Posteriormente, con el paso de los años Cuba se convirtió progresivamente en una especie de paraíso de corrupción, donde la mafia italoamericana llegó a campar a sus anchas. Solo la llegada de Fidel Castro pudo cambiar el rumbo de la isla, convirtiéndola en un país gobernado por una dictadura comunista, situación en la que sigue actualmente.
Puerto Rico, por otra parte, se convirtió en un estado asociado de los EE. UU., situación en la que continúa en la actualidad.
Será Filipinas la que sufra mayores y más desastrosas consecuencias, ya que sus habitantes rechazaron cambiar un amo por otro y se opusieron al dominio estadounidense, iniciándose una nueva guerra de independencia (1898-1902), que se saldó con 20.000 rebeldes muertos, frente a 4.234 estadounidenses, y, lo más grave: casi un millón de civiles muertos (de una población de 7-8 millones), un verdadero genocidio. Finalmente, tras sufrir enormes daños durante la Segunda Guerra Mundial, Filipinas consiguió independizarse de Estados Unidos el 4 de julio de 1946.
Como vemos, el precio del colonialismo siempre ha sido la sangre de los inocentes.
Fuente: Senderosdelahistoria (Marco Antonio Martín García)
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